miércoles, 31 de diciembre de 2008

Lechuza de colores


Escucho a Devotchka y apareces. Con tus cejas exageradas en señal de sorpresa, indelebles y seguramente, obtenidas de algún relato de Esopo. Haciendo referencia a madrastra encrispada de fábula o, quizás, férrea enemiga de la Sirenita. Con tus cejas pobladas de cono limeño. Con tu sinuosidad y destello permanente de hada madrina. Con esos ojos de princesa mediterránea. Y existes, como recomendada de alguna criatura enviada de Borges. Apareces y te visualizo. Sentada aquí. Con tu mimetismo frenético. Con tu incapacidad para explicar cómo te sientes. Con tu corte de cabello emo flagrante. Detrás de ese cabello de medusa. De ese corte que me parece el desorden completo de un nido de mariposas adolescentes. Eres la hermana que me hubiera gustado tener todo el tiempo, jodiéndome carismáticamente la vida. Eres el ser que me hubiera gustado desfasar cuando se sintiera frágil entre la neblina de la existencia. Porque te quiero mucho. Porque eres Mara Rosario.


Y cuando el frío de lo desconocido te esclaviza el alma con una dependencia impúdica, me gustaría abrazarte, con temor a entrar en lo cursi, que siempre evitamos, pero del que a veces dependemos. Y decirte que todo estará bien. Que vivir los apenas 20 es una tarea recóndita y a veces caótica, pero al mismo tiempo orgánica, singular e insuperable. Que la nube que tienes lloviéndote encima con sus rayos marca ACME, al final, es un remedo de rociador hipnotizante, nada más. Que eres más grande y más fuerte. Que las brumas se disiparán, mientras vivas apasionadamente cada milímetro de tu arte. Mientras te dejes llevar por tus aspavientos. Sólo si, impregnas cualquier elemento con tu creatividad innata que, estoy seguro, te llevará a ser lumbrera. Para dejar tus huellitas, tus rulitos, tus figuritas de colores. Porque cuando tocas algo con esas manos tersas, pero igual, de villana; no creas, no cambias, no das forma, simplemente, das vida.


Admiro tu entrega, tu desorden, tu maquillaje alternativo que confundo con ojeras. Tus cambios de ruta intempestivas, como zigzagueantes, son tus cambios de ánimo. Tu arrebato efímero. Tu creencia favorita de no encajar en ningún molde de la sociedad que cuestionas y criticas. Tus artistas favoritos: Sigur Ros, Imogen Heap, Stinna Nordenstam, Damien Rice, Corinne Bayley y otros, que espero, logren superar su depresión antes de dispararse en la sien en plena grabación.
Yo he visto tus creaciones con estos ojos de ¨oso arcoíris¨ (la chapa más chévere que me han puesto, aunque sea medio gay). Una de mis favoritas es esta http://www.youtube.com/watch?v=M2cO4rvcqko. Una forma que va dando vida a su creación con tanta entrega, que en el proceso, la va perdiendo. Termina deshecha por su propia creatividad. Porque crear también es despojarse de uno mismo. Es echarse una cana intelectual al aire. Es envejecer mientras se generan espacios. Es otorgar pedazos de uno mientras se va perfeccionado, y en ese trance se va perdiendo episodios de su propia visión inicial. Porque toda evolución es la renuncia a uno mismo en el tiempo. La concepción de una nueva esencia en lo creado.


Tienes un humor refinado, contraproducente, perverso, pero indiscutiblemente inteligente e incisivo. Es humor negro terciopelo es el que quiero disfrutar cuando nos tomemos aquella bebida que nos hemos prometido a orillas del mar. Y conversar de nuestras tragedias en el tono sarcástico que tenemos como código. Tratando de parecer uno, más cool que el otro.

Me gustaría en este momento, trasnochante, salir corriendo y comprarte chocolate. Para que irrumpas la monotonía de la amanecida engullendo bombones y dulces que te vuelvan aún más dulce de lo que ya eres. Para que entiendas que soy tu big brother. Que no me importa dilucidar un REPSOL abierto. Que no me importa salir en pantuflas con mi piyama de patitos cartunescos, y poco solemnes, a estas horas de la madrugada y buscarte esa droga azucarada que te mantenga despierta mientras terminas tu última maqueta. Que te prepararía harto café, para ti y todos tus compañeros de arquitectura. Que tampoco me importaría el bullicio de sus conversaciones, que por mi edad, ya no entiendo, pero igual disfruto de su ritmo contagioso y vibrante.


Lechucita de colores, niña bella, que todas tus emociones, se conviertan en luna llena.


Acaba la canción de Devotchka y desapareces.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Autoretrato en sepia (Sus clavículas de marfil, pág. 122)


Quisiera tomarte entre mis brazos, pero me desmayaría de la emoción.
Me gustaría ser tu amante, para dejar de amarte a distancia.
Quisiera decir que te amo, pero ya te lo escribí hace 3 días.
Quisiera soñar, pero tengo insomnio.
Me gusta el aire puro, pero fumo.
Me gustaría tener hijos, pero no que ellos me tengan como padre.
Me gustaría un abrazo, pero que no me arrugue la camisa que he planchado sin respeto de sus contornos.
Me gusta la pasión, pero soy un juguete en prisión de miniatura.
Algo así como un halcón miope.
Una hormiga ociosa.
Un escritor sin libro.
Militar en Costa Rica.
Navegante sin remos.
Iglesia sin bancas.
Un aposento sin almohadas.
Creo en Dios pero no tengo paz.
Quiero ser agnóstico, pero me falta fe.
Panteísta de la nada absoluta.
Me gusta la libertad, pero no sé si la pagaría con soledad.
Me gusta leer, pero más que me lean.
Creo que del amor ya no me gusta nada.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Regalos de Navidad (por César Hildebrandt)


Habrá que regalarle al amor un poco de menos entusiasmo. Y al desamor una dosis de memoria.Y a los grandes sueños con mayúsculas un manual del escepticismo y una enciclopedia del fracaso.Y al árbol que se alza creyéndose el fundador de todas las genealogías, regalémosle la sombra de otros árboles mejores.Y al bosque una pradera.Y a la pradera un mar.Y al mar un gran naufragio.Al egoísmo debemos regalarle una guerra civil congolesa.Y a la neutralidad, una ruandesa.A Steven Spielberg, un huérfano de Gaza.Y a Alan García deberíamos regalarle perspectiva (en dosis de caballo).Y a Obama, al que sólo Shangó podrá salvar, una disminución del patriotismo.Y a la estrella de Belén un astrónomo sumerio para que diga toda la verdad.Y a los sodálites -las barras bravas de Dios- la cortesía intelectual de la duda. A los que se volvieron, ya viejos, defensores del viejo orden habría que mandarles la foto de la primera enamorada.A Fujimori, la espada con la que jamás se haría el Harakiri porque el Harakiri es el restablecimiento del honor y no se restablece lo que nunca se tuvo.Debemos regalarle a la mujer de al lado una mirada y al niño menesteroso un llamamiento y a Cipriani la fe del carbonero.Y al que no pide nada, debemos regalarle más que nunca.Sería de lo mejor regalarle a la izquierda un poco de derecha y a la derecha un tiburón blanco.El mejor regalo para Genaro Delgado sería devolverle el alma (encontrada en una escena del crimen).Y a Dionisio Romero habría que regalarle un libro sobre la fugacidad.Y a Bernard Madoff un juego de Monopolio.Y al pobre diablo, un libro de Hugo Neira para que se consuele.Al Señor de los Milagros, un milagro.Y al cielo de Lima, una foto del cielo de Huaraz.A los comunistas sobrevivientes, una réplica del único muro que la demagogia igualitaria no podrá derribar: la Gran Muralla China.Al señor Bush hay que regalarle dos montañas: una de cadáveres iraquíes y otra de caca.Al nuevo Adán, un paraíso (fiscal). A los fanáticos, un poco de perdón.Y al perdón, sabiduría.Y a la sabiduría, un poco de tristeza.Y a la tristeza, nada. Porque nada necesita la tristeza.

Esta publicación pertenece a César Hildebrandt y puede ser ubicada en http://bloghildebrandt.blogspot.com/2008/12/regalos-de-navidad.html

Deseo a todos en estas fechas mucha equidad y tolerancia.
De mi parte: un judío part time durante esta época.

Esta publicación quería compartirla con ustedes.
Me pareció conmovedora y con una dosis de reflexión notable.

Un saludo especial a Né, por su onomástico.

martes, 23 de diciembre de 2008

Gente que no me conoció


Conocí a Pedro Pablo Kuczynski en los vehículos que te transportan de la puerta de embarque hacia el avión, en el aeropuerto Jorge Chávez, mientras revisaba una y otra vez mi pasaporte vencido, como si de tanto revisarlo, tendría a bien regresar a la vigencia. Ideando la cara de idiota que pondría al explicar mi ineptitud al agente de migraciones cuando llegase a Boston, quién, estoy seguro, insultándome, me mandaría al cuartito de torturas, porque, vamos, cuando veas esos dedos lubricándose y escuches el látex de los guantes, empieza el drama sicológico. PPK, sus siglas en un maletín de lo más sofisticado, es él, pensé, como si no hubiera sido suficiente reconocerlo instantáneamente viéndole la cara. Adopté postura de diplomático y le dije, Ud. es Pedro Pablo Kuczynski, ministro de economía. Orgulloso de mi conocimiento político, le estreché la mano. El, fino y educado, hizo lo mismo con una sonrisa tan sofisticada como su maletín de cuero. Me dijo que tenía que ir a Washington a una reunión importante. Fue amable, cordial y nunca borró su sonrisa mientras conversaba conmigo. Me dio su tarjeta, al mismo tiempo que lo felicitaba por su labor. Tarjeta que más tarde perdí por la inercia de mi desorden.

A los 14 años, en la Feria del Hogar, abrazado de mi chica castaña, 3 años mayor que yo, apiñado en la primera fila, conocí a Ricardo Arjona. Cantaba esa canción ¨Mujeres¨ que detesto tanto, por su letra ridícula, su rima insoportable y porque me recuerda, que con esa canción, se acercó orondo a Tatiana y le alcanzó una rosa que había sido recibida momentos antes por una fan estridente. Recuerdo que me miró sarcástico y con aires de galán. Esa misma noche, Tatiana, en vista del atropello que había sufrido, me regaló un anillo diciéndome que me querría siempre, el cual también, creo, he perdido por la voracidad de mi caos.

Haciendo hora, decidiéndome entre El gran laberinto de Fernando Savater y The Cleft de Doris Lessing, en Crisol del Jockey Plaza, mientras esperaba a Milagros (anuncio para todos los cobradores y taxistas, entre amigos y entendidos, que me han corregido por decir jo-quei, en vez de yo-quei, como dicen ellos; yo hablo castellano en Lima y digo jo-quei, si quisiera decirlo en inglés diría yo-qui ('dʒɒkɪ)); ingresó Gian Marco Zignano para firmar autógrafos y promocionar el libro que acababa de publicar, La madera del alma. Su sonrisa no le pertenecía. Creo estaba estipulada en un contrato. Lo vi mucho mayor de lo que lo hubiera proyectado. Preferí no acercarme y guardar la memoria intacta de esa conversación que tuvimos, a la salida del Montecarlo, 1998, ambos con pelo, cuando presentó la obra músico teatral Voces y Cuerdas, junto a Jean Paul Strauss, Domingo Garibaldi y Jorge Pardo. La vimos con Maritza, una semana después de haber terminado nuestra relación. Aquella noche, Maritza y yo, salimos cogidos de la mano regresando a su casa, sin decir una palabra.


Cecilia Valenzuela hacía compras en Wong (cuando fue comprado por los chilenos, sentí que me quitaban Arica otra vez) del Ovalo Gutierrez, mi preferido, por su atención insuperable y por el viejito siempre enternado y eternizado, el señor Cochrane, que vive en Enrique Meiggs, que gusta de escuchar el piano, sentadito, esperando conversación. Risueña y acomedida, le dije que siempre veía su programa (no le dije que lo hacía únicamente mientras Rosa María Palacios estaba en comerciales).

A Luis Horna lo conocí entrando a Ace de la Javier Prado, con mirada de pocos amigos, yo que andaba rociado de un humor triunfante preso de alguna bebida vivaz, me acerqué para felicitarlo por su victoria con Pablo Cuevas en el Roland Garros. Apenas me miró. Estaba seguido por su esposa, de cara hermética también.



Saliendo de Plaza Vea, con El Gchu, nos topamos con Farid Matuk. Lo saludamos y comprobamos que sí usa esa corbatita peculiar con el bigote que no le hace juego. Parecía apurado pero fue cortés. Creo que nadie lo saluda en la calle.

En Larcomar vi a Laura Huarcayo, que es más bella de lo que sale en la tele, y es real y simpática. Tomándose fotos con niños, mera excusa de sus no tan angelicales padres para acercarse a ella. En esos momentos yo también quería ser padre de trillizos y tomarme muchas fotos con ella. Hola Laura le dije, hola me respondió con su sonrisa de media cuadra, pero hermosa igual.



En el restaurant de Isla Negra, conocí a Pedro Lemebel, con temor le pedí que me firmara su libro Los incontables, que por suerte había comprado horas antes en el Paseo Ahumada. Por supuesto, guapo, me dijo, tú no eres de acá, tú eres peruano, sí, le respondí, enrojecido. Tenía una bufanda que le cubría la cabeza y una alegría impostada, pero en ese momento, más real que la mía.

A Shakira (cuando era nuestra y no de los gringos, como ahora), la conocí, apenas cuando tenía ella unos 20 años, y yo 18, yo era parte de Defensa Civil y cuidábamos la seguridad en El Estelar de la Feria del Hogar, en el Backstage, nos repartió discos compactos y se tomó fotos con nosotros. El disco soportó mi desorden, pero no a Ximena, que terminó llevándoselo, entre otras cosas, aduciendo venganza por un engaño que nunca cometí, y que en el fondo fue la disculpa perfecta para estar con Rodrigo, mi amigo, quién después me comentó, hacían el amor escuchando mi disco firmado por Shakira.

También conocí a Alberto Fujimori, cuando fue a mi colegio, el Colegio Unión, en Lurigancho, construyó una pista de acceso y donó dos omnibuses que hasta ahora los he visto rondando. Yo estaba en la escolta y saludó los que la integrábamos. Rompimos protocolo y le estrechamos la mano. Todos menos el que cargaba la bandera que no se movió y después se enojó con nosotros por haberlo hecho. Más tarde el poder lo convirtió en tirano. Y al de la bandera en guardaespaldas de Alejandro Toledo.

En el Resort Puerta Palmeras, en Tarapoto, una noche que me puse a jugar billar con una pareja de suecos. Conocí a Alfredo Ferrero, hombre muy amoroso con su esposa e hijas. Es más joven de lo que aparenta en los medios. Risueño y relajado, conversamos a gusto en el bar del hotel, él sólo tomando un refresco de frutas. Yo, algo menos saludable. El siguiente día compartimos una expedición a la Catarata de Ahuashiyacu.


Alonso Cueto no me conoce, pero me escribió debido a la publicación Premio VERDEOPINION 2008, sus palabras infundieron ánimo que perdurará para seguir escribiendo. Me gustaría conocerlo.

viernes, 19 de diciembre de 2008

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Sandro y Nicolás


La puerta se cierra en el mismo instante que la oscuridad del jueves entra por la ventana y él se encuentra, una vez más, solo. Recuerda lo que había soñado la noche anterior, cuando pensaba que ya había muerto y que aquel sueño era el proemio a una nueva dimensión. La dimensión que había imaginado con mucha luz, con mucha paz y con un anciano gigante de facciones arias y mirada cálida, abundante barba color lino, de brazos abiertos en horizontal infinito, a punto de estrecharlo. Pero no era así. Su sueño estaba lleno de agua. Un diluvio recalcitrante y trastocado que lo apretujaba con la presión de mil atmósferas sobre su pecho, sobre sus maltrechas costillas incompletas debido a la operación, y que encontraban refugio en el espacio dejado por el pulmón que había perdido a manos de un cirujano más parecido a mecánico de carros viejos que a cualquier respetable galeno. Una inundación titánica que se llevaba hasta el heroico puente de Puerto Nuevo, en Ñaña, aquel puente mágico que había resistido con una sabiduría barroca y la personalidad adquirida por sus supersticiosos constructores, incontables huaicos y embates de la naturaleza despiadada y ensañada contra la dignidad que poseen dichas construcciones antiguas y partícipes de una cosmética propia del paisaje. El agua ingresaba por sus fosas nasales, por su boca, por la herida abierta de la operación, amainando sus cabellos de erizo y haciendo aletear sus enormes orejas de elefante hindú. Y sentía como le inundaba hasta sus profundos miedos y desdichas humanas. Y sentía como le descoloraba la pigmentación café convirtiéndolo en un espectro pálido y casi traslúcido, roído, muerto.


Cuando despertó de aquel espectáculo, era jueves de mañana, tenía la sed más densa y desesperante de su vida. La enfermera se acercó con arrugas en vez de ojos. Lo miró sin ánimo, le dijo algo que él no entendió. Tuvo ganas de llorar. Lo intentó, pero sus sollozos eran meros suspiros huecos y secos. Sintió que tenía dos bocas y que la que siempre había tenido no le servía para nada. La traqueotomía pensó. Le dio más miedo. Intentó hablar, una lágrima rodó por su mejilla. Es una gota del sueño pensó, yo ya no tengo agua. Planificó moverse pero tuvo miedo en desmoronarse interiormente. Se preguntó por un momento si podría ir a la playa con esa cicatriz que iba desde su hombro hasta la altura del riñón y que ahora era una sensación fría que de alguna forma le producía un terror insoportable. ¿Jugaría básquetbol? ¿Le podría hacer el amor a Claudia? ¿Viviría?

La sed era insoportable. Lo ahogaba. Entró su madre con la expresión propia de haber descubierto la forma de levitar. Y le publicó una sonrisa a Sandro sin mover los labios. Sandro la abrazó con todas sus fuerzas sin tocarla y se dejó llevar en lágrimas que venían importadas de su sueño. Le señaló con la mano que quería agua. Su madre mojó un algodón y le humedeció los labios. Al rato entro Nicolás.

Nicolás Y Sandro habían sido amigos desde la infancia. Sandro al ver el semblante de Nicolás, sintió culpabilidad de haberle propinado a su amigo esa expresión de angustia y profundo dolor. Sintió la necesidad de pedirle disculpas por haberse enfermado. Por haber dejado de pintar aquella vieja casa juntos, escuchando a Queen y música trova, en el viejo tocadiscos de la abuela. Ese trabajo lo realizaban con la absoluta convicción que duraría para toda la vida. Hasta hablaron de pintar como medio de sustento, mientras cantaban canciones en inglés que ninguno de los dos sabia pronunciar. La cuestión era alargar lo más que se pudiera aquel trabajo. Pero Sandro enfermó, o quizás nunca había sanado. Tuvieron que extraerle el pulmón derecho para salvarle la vida. Nicolás sintió que también se lo habían extraído a él.

Sandro nunca se había dado al cigarrillo o alguna actividad que ponga en peligro su salud. Las travesuras que hacían con Nicolás difícilmente podían ser consideradas faltas a la buena crianza. Siempre se portó bien y trató a todos con respeto y consideración. Tenía un corazón tan noble que sólo puede ser adquirido como trasplante divino. El mismo corazón que uso para escuchar a Nicolás, con lujo de detalles y paciencia patriarcal, todo lo que se había demorado en darle a Maritza el beso que había planificado desde que la conoció. En la Costa Verde, empezó besando sus mejillas de niña buena; siguiendo por su frente, sus cejas, incluso su cabello; hasta finalizar, casi dos horas después, luego de haber recitado de memoria a Neruda y después a sí mismo, con un beso de película antigua, pero a todo color, en sus labios temblorosos. Sandro lo escuchó con atención y se alegró con el suceso. Ambos se fueron a jugar básquetbol hasta la puesta del sol. Nicolás pensaba, mientras lo miraba recostado, que Dios era un ser divorciado del sufrimiento humano. Sin sentido de la congruencia causa efecto. Y lo odió un poco. Porque Sandro no merecía nada de esto.

Era jueves todavía cuando la misma enfermera de arrugas en vez de ojos anunció que el horario de visita había culminado. Sandro sintió una sensación de desamparo que traspasó su propia mirada. Nicolás la percibió y le dio una palmada en la mano, asegurando que mañana vendría. Todos abandonaron la sala. Sandro pensó que no moriría porque era jueves. Sería demasiado literario pensó. Nicolás pensaba lo mismo mientras salía por esos pasillos lúgubres y que parecían pertenecer más a un museo, que a un nosocomio.

Esa noche Sandro sueña que está rodeado de agua y abismos. Entra en una catedral gótica con puertas echas de alas de gallinazos, escapando de unos monjes vestidos de marrón oscuro que tenían en lugar de ojos, unos cirios de llamas rojas. Las paredes de la catedral están formadas de partes humanas y el mortero usado es aceite de pescado. Los monjes lo llamaban por su nombre y ladraban como perros. La tercera noche no soñó más. Asimismo, las demás.
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Se recupera en dos años.
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Su amistad transcurre intacta a pesar de las distancias geográficas.

Han pasado diez años desde la cirugía de Sandro, ahora, lo atribula una vez más con una noticia dolosa, llama a Nicolás y le cuenta que su padre tiene cáncer. Nicolás está lejos. Nicolás siempre está lejos de todo justo en los momentos que lo necesitan o que desean su compañía. Ha optado por desterrarse de sus seres queridos y de las amistades que ha considerado familia desde que tenía uso de razón. Quisiera consolar y dar ánimo a Sandro, pero desiste porque piensa que las palabras fluidas no pueden desplazar una presencia silenciosa.


Sandro partirá para España o Alemania en julio del 2009. Acaban de hablar por teléfono. Nicolás no le ha dicho que lo quiere mucho porque sería muy cursi. Y él evita ser cursi a toda costa. Nicolás sólo desea que Sandro viva más que él. No como Aurelio. Y que mantengan, como siempre lo han hecho, esa amistad de granito que ha superado las distancias, los contratiempos, la vida misma.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Exiliados


Acabo de llamar a Perú y felicitar a Aurora, que ahora es profesional. Estoy en Niágara pero me da la sensación de estar plasmado dentro de una postal en esta tierra canadiense, con sus floridos amaneceres y su cielo azul acompañado de obesas nubes blancas. En abril del siguiente año cumpliré dos veranos sin hacer el amor. Por eso no he podido disfrutar de este viaje, que a pesar de ser un escape ante mis propias intrigas, es más bien un recordatorio de lo poco evolucionado que me encuentro.

Juliette me ha traído porque su abuelo ha fallecido y hay que enterrarlo. Un ex combatiente de la lucha armada dominicana contra el dictador Trujillo que tuvo, entre exiliados y desaparecidos, un sabor numérico y contundente de derrota. Cuando ella me contaba lo sucedido, sentí una vez más, en contra de la seriedad del momento, que permanecía flotando dentro de sus ojos que hasta ahora no he logrado, y posiblemente no logre, descifrar su verdadero color. Premonitoriamente tuve la certeza que iría con ella. Ella ya sabía que debía visitar un cliente de la compañía en la que trabajo, en el mismo condado donde murió aquel revolucionario monolítico de más de 85 años.

Me hizo la invitación al funeral mientras yo levantaba dos dietéticas mancuernas para socorrer mis mal formados y avergonzados bíceps, víctimas de las burlas de Milagros y comparados angularmente con los de Matías, jugador de Rugby profesional y brontosaurio por vocación. Ella lo conoce porque pertenecen al mismo equipo y viajan en giras deportivas; ostentando, él, sus músculos voluminosos y ella, su atletismo empedernido. ¡Qué Milagros y Matías se hagan hijos el uno al otro tomando turnos de gravidez y que usen anabólicos en vez de viagra! O mejor aún, que se clonen y vuelvan a juntarse uno contra todos hasta dar con la raza fórmula perfecta que perpetúe su insoportable vanidad.


Juliette, sin deformar en ningún momento su expresión facial por la pérdida del abuelo, me dijo que siempre lo recordaría como la primera vez que lo vio entrar en casa de sus padres allá por Cibao, habiéndose cumplido 25 años de la muerte de Trujillo, después de un exilio tormentoso, pero que le preservó la vida. Con un traje elegantísimo azul marino, un sombrero de paño y zapatos de charol negro y blanco. Su figura espigada y ágil pertenecían más a un distinguido y flemático varón inglés extraído de los años 40, que a ese combatiente sanguinario y resuelto que había visto en las fotografías de los periódicos y que había construido en su pequeña cabeza gracias a las historias que escuchaba de su padre. Se sentó en la mesa, con voz grave y bigote breve le dijo:

- Niña, sírveme un vaso de agua, que este calor ya no lo sé capear.



Nunca la llamó por su nombre. Ella hasta ahora, no sabe, si en ese apelativo demostraba algo de desprecio porque no podría mantener su apellido. Apellido que buscó preservar durante aquellos años mozos en los que tuvo 8 hijas con 8 mujeres. A las que dejaba por no darle el hijo varón que anhelaba por ese incesante deseo de prolongación que tenemos los humanos, en especial los hombres. Ese deseo de supervivencia que ha originado religiones prometiendo eternidad, y sacrificios prometiendo vírgenes; que gracias a la inteligencia o estupidez, ha logrado superar las barreras biológicas naturales, creando vida después de la vida y una muerte temporal, cuando es, probablemente, todo lo contrario. Mujeres que dejaba porque nunca creyó en segundas oportunidades, ni en el amor. Porque en el fondo, él quería que ese hijo sea lo que él nunca pudo ser. Pero que lo sea de la forma que él supo ser toda su vida: sin rendijas para las dudas o para los sentimientos de segundo orden. Finalmente se quedó con la abuela de Juliette, que le dio el ansiado varón, pero que murió mientras nacía. No volvió a tener pareja.



Debe ser por cariño que te decía niña, le dije. Ella no me respondió. No obstante, como para no desairarme, comentó que a su hermana sí la llamaba por su nombre. Quizás sabiendo que esta hermana menor de piel oscura y ojos más oscuros todavía le haría preservar su genealogía. Casada con un brasilero y teniendo un hijo en Rio de Janeiro, lo normal es que lleve el apellido de la madre; lo justo, que sea la viva imagen del abuelo. Lo normal y lo justo fue diseñado para esa hermana que nunca sobresalió en nada pero que gracias a su constancia ha conseguido lo que ha querido en casi todas las ocasiones, incluso, a fuerza de voluntad, que su hijo sea idéntico al abuelo. Lo ideal sería que las mujeres sean las que mantengan el apellido. Después de todo, son ellas las que realmente cuentan en la formación de ese nuevo ser. Los hombres son simples donantes y pueden ser fácilmente reemplazados en cualquier catálogo de banco de semen.

Juliette es divorciada. Su madre es una francesa de ojos color cielo de Canadá y cabellera de oro 24 kilates; su padre, un mulato dominicano distinguido y reconocido en su país. Que, felizmente, no logró ser el hijo que el abuelo hubiese querido y quedó más que satisfecho con sus dos hijas mujeres. Juliette es hermosa y nunca habla de cosas tristes. O al menos cuando me cuenta algo que podría ser considerado triste, es tan cuidadosa, que termina siendo anecdótico y enternecedor. Nos conocimos en el gimnasio mientras hacíamos ejercicios para los abdominales que nunca tendremos bien definidos como la chica que se colocó delante de nosotros, y que nos espetaba su bien marcado torso. Pero que gracias a esa exposición de estiramientos de gata cabaretera, logramos iniciar nuestra amistad entablando comentarios, primero en inglés y luego en castellano, pero en ambos idiomas, muy venenosos, contra ese cuerpo bien esculpido. Nunca había sentido antipatía por los abdominales de una mujer. Pero viendo a esa petulante muchacha estirándose como contorsionista de circo ruso me pareció un tanto excesivo para las gorditas esmeradas en bajar siquiera media talla para poder ser más apreciadas y apreciables. Y también me pareció un peligroso distractor, entre máquinas semiautomáticas y discos de hierro, para todos los hombres que la miraban de reojo y comentaban en todos los idiomas lo buena que estaba para pasar la noche. Empezamos a criticar todo de ella, que tenía mucha musculatura, que su cabello era muy lacio, que sus codos muy huesudos, que su labio superior no concordaba con su inferior, que sus tobillos eran muy anchos, que el lunar de su espalda muy oscuro, que sus nalgas muy redondas parecían fabricadas en un quirófano, que sus ojos no deberían ser tan grandes y verdes. Pero reímos cuando Juliette dijo:

- Esta desgraciada está tan buena que hasta yo me la tiraría.

Juliette y yo hemos conversado casi siempre en el gimnasio. Nuestra conversación es reposada y con silencios nada incómodos. A ella le encanta leer todo lo que yo no leo. Y escuchar todo lo que quiero demostrarle que leo. Me gusta escucharla, porque creo que me da las noticias sin comerciales. Y me siento tranquilo con ella porque ambos estamos cansados de relaciones fallidas y finalmente hemos decidido ser ancianos retirados, ella a los 34 y yo a los 30. Y ambos renegamos de los sexos opuestos como si fuéramos asexuados por convicción y devotos de la misma fe antisexo. No sexo. Porque hemos aprendido que todo se jode con el sexo. Que el sexo ha sido nuestra piedra de tropiezo y siempre lo hemos practicado con un rigor de médico cirujano a punto de operar a un enfermo de sida. Porque siempre ha sido el protocolo de la protección previa a la contienda, el que hemos tenido que soportar o realizar como agente de aduanas para que nada salga o nada entre, y del que hemos salido bien librados con cierto orgullo intacto. Porque no queremos tener hijos, ya que ambos creemos que son la renuncia, o al menos la postergación, de lo que queremos lograr como seres individuales y egoístas. Pues no creemos en las explicaciones dadas por las personas cercanas que han tenido hijos sin planificación, que al principio han considerado abortar y después los han bendecido como milagro de Dios. Que no los esperaban pero garantizan, vienen con pan bajo el brazo, y que gracias a ellos son mejores personas, que les dan bríos para luchar y que les cambian la vida. Mentira. Sobre lo último estoy totalmente de acuerdo, les cambian la vida, porque no querían dejar la vida que tenían antes de ellos. Así que nos hemos prometido no tener hijos hasta lograr lo que queremos como los seres narcisistas y egocéntricos que somos, porque no queremos que nuestros hijos sean mejores que nosotros, como dicen todos los progenitores, si no todo lo contrario. Y que nuestro apellido les pese y se erija como una valla muy alta por la que tendrán que luchar toda su vida para sobrepasar y no terminen siendo una mera sombra del éxito de sus padres.

Creo que por eso me siento tranquilo a su lado, no tengo que pretender coqueterías. Y ella no tiene que esperar halagos falsos con el fin de ser llevada a la cama. La primera vez que me invitó una taza de café en el pequeño restaurant del costado, me negué. Luego me sentí estúpido por pensar que una taza de café fuera relacionada por mi lógica primitiva como una propuesta indecorosa, que a fuerza debería terminar en alguna pirueta sexual. Sin mirarla a los ojos, entendió. Cuando le dije que no había hecho el amor en casi dos años, me miró con la misma expresión impávida con la que me contó la muerte de su abuelo, pero con una pizca de piedad. Inmediatamente me sentí más estúpido por diagramar esa confesión tan vergonzosa y que según yo explicaría, sin profundidad, mi castidad voluntaria. Esperando algún comentario sarcástico, me sorprendió una vez más con un silencio secuaz y hasta conmovedor.

En el cementerio lloró un poco. Pero no me acerqué a consolarla. Tampoco dije alguna frase rebuscada y esperanzadora. Porque siento que todo eso indica un gesto trivial. Porque a pulso me he convertido en un ser sin mayor convicción por nada. Siento que casi hace dos años mi espíritu se mudó a un cuerpo un poco más hospitalario. Cuando me miró con sus ojos llorosos, entendí que podríamos ser amigos, por asociación o por los ejercicios abdominales que siempre hacemos. Pero jamás nacería entre nosotros ese deseo que nos ha hecho finalmente libres de cualquier vínculo con las personas que nos rodean y de las cuales escapamos para seguir sin sentir. Sin sentir. Si sientes, pierdes.